viernes, septiembre 01, 2006

Hijos de nadie

Carolina Vásquez

Prensa Libre, 120806, página 15

Los niños y niñas de Guatemala deben nacer con mucha suerte para crecer libres de peligro, porque el sistema no está diseñado para protegerlos.

Cuando en la página de Google se escribe “Guatemalan children”, así, en inglés, aparecen 1 millón 750 mil respuestas. Si nos tomamos la molestia de ir buscando página por página, de entre las primeras 100, aproximadamente el 90 por ciento hace referencia a la oferta de adopción de niños guatemaltecos, mientras el resto se divide entre informes institucionales con cifras de pobreza extrema y datos sobre violencia. Ninguna hace mención a logros en educación, deportes, arte o cultura.


Ese es el panorama real y la proyección de Guatemala hacia el mundo, a pesar de los pesares y también de las estrategias de imagen de gobiernos ineficientes como el actual y todos los que le antecedieron. El negocio floreciente de las adopciones revela una ruptura grave del tejido social y una total incapacidad del Estado para reparar el daño.


Luego, cambiando la fórmula de búsqueda, también cambian las referencias y se encuentra la pavorosa estampa de una Guatemala sórdida que brinda toda clase de oferta sexual usando a niñas y niños para el placer de turistas ávidos, capaces de cruzar los océanos con tal de disfrutar de semejante bocado a buen precio y sin riesgo alguno.


Pero, ¿cuál es la razón de tanto abandono? ¿Por qué Guatemala figura ya entre aquellas naciones que han caído al punto de ofrecer turismo sexual? Si se hurga en el pasado, se podrían encontrar respuestas múltiples y diversas en una historia plagada de muerte y violencia.


Sin embargo, el presente también constituye un obstáculo insalvable para esos millones de seres humanos menores de 18 años, cuya seguridad de todo tipo: alimenticia, de vivienda, de salud, de educación, de resguardo de su integridad física, nunca ha sido prioridad para los representantes del pueblo, los mismos que juraron ante la bandera respetar la Constitución, y quienes siguen prometiendo en vano cambiar las cosas.


El abuso de menores ha sido un hábito inveterado durante generaciones. Algo tan profundamente arraigado, que muchos adultos lo consideran una práctica socialmente aceptable, un destino insoslayable para quienes aún no poseen la fuerza ni la protección de la ley para defender sus derechos. Peor aún, hay quienes aún se resisten a aceptar que esos derechos existen.


El tema a debatir es la actualización de una legislación obsoleta y machista, pero sobre todo, el involucramiento incondicional de quienes, por la naturaleza de sus funciones y el alcance de su poder político, tienen en sus manos la posibilidad de empezar a realizar los cambios que esta sociedad enferma necesita.


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